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sábado, 28 de mayo de 2022

Antes de que las tablas se desenclaven. (En Hoy por Hoy León, 27 de mayo de 2022)

    Hasta ayer no sabía que el ornitorrinco tiene un espolón venenoso. Lo leí sobre las tres de la mañana, en un momento de insomnio. Nada hay como el ornitorrinco: un animal mamífero que nace de un huevo, que tiene el pico como el de un pato, las patas como las de una nutria y una cola como la de un castor. Además, tiene la capacidad, o al menos eso he creído entender, de detectar a sus presas por el campo eléctrico que generan al moverse. Imagina la situación, enterrado en el fango del lecho del río, el ornitorrinco se aísla del entorno, se olvida de la vista y el oído y se concentra en su capacidad de electro detección, si es que se dice así, de manera que enciende el radar y cuando percibe el movimiento de su presa, se lanza sobre ella sin darle la menor oportunidad de escapar. Mucho ornitorrinco veo y eso que parece ser que está en serio peligro de extinción.

    No sabría decirte por qué me sale esto del ornitorrinco, porque el tema que traigo para comentarte hoy es el del teatro Emperador. Puede que haya algún punto de conexión que mi cerebro haya establecido a nivel profundo, pero te aseguro que, a nivel consciente, para nada pretendo decir que quienes se han ocupado de la gestión de recuperar el teatro para la cultura leonesa son unos ornitorrincos, que te aseguro que no tengo ni idea de qué es lo que han hecho en estos quince años y, por tanto, no tengo elementos para hacer un juicio. Lo que sí que veo es que las puertas siguen cerradas y que ese espacio en el que tantas veces el veneno del teatro se ha vertido desde el escenario sigue albergando oscuridad, aplastando recuerdos en la piel de las butacas. Quizá sea que al pensar en el veneno del teatro me he acordado del veneno del ornitorrinco. Venenos de intenciones diferentes, pero venenos.

    Y hablar del Veneno del teatro es recordar a Galiana y a Rodero en el escenario del María Guerrero de Madrid, no voy a decirte en qué año, pero quizá fuera en uno de esos días en los que, en las calles de alrededor del teatro, la música, la moda, el teatro mismo, el cine, la cultura en general, burbujeaban. Unos tiempos que fotografió Ouka Lele, la mirada de Ouka Lele, ese ojo que traía la luz de León en la memoria y que pintó el blanco y negro de la movida madrileña con todos sus colorines. Otra artista leonesa que construyó la cultura de un país por estrenar —esa España de finales del siglo veinte— y que en esta semana hemos sabido que ya no hará más fotos.

    Porque sabemos que la cultura es la vida, al menos la vida como seres humanos, no podemos vestirnos de ornitorrinco y cerrar oídos, boca y ojos para quedar a la espera del impulso eléctrico que nos traiga la comida al pico de pato en el que estamos encerrados, para arañar el fango con las patas de nutria y nadar en la corriente con la cola de castor. Antes de que las tablas del escenario del Emperador se desenclaven es preciso deshacerse de estos monstruosos disfraces de ornitorrinco que nos visten. 

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