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viernes, 13 de mayo de 2022

En virtud de cierta inercia. (En Hoy por Hoy León, 13 de mayo de 2022)

    El abandono es la forma extrema de relajación. Ves la playa ante tus ojos y te llega el bullicio de los cuerpos alineados en la masa de humanidad que  se agolpa al borde del agua, en los primeros metros de la arena. Sientes toda esa presencia. Levantas ligeramente los pies hasta que te extiendes completamente en la superficie del mar y, sin el menor esfuerzo, cierras los ojos y notas el vaivén de las olas en tus sienes y el silencio es tu paisaje y te abandonas a esa sensación ingrávida y, en ese momento de intimidad máxima, el mundo huye. Ese abandono es tu descanso, tu liberación y a la vez tu ausencia plena. Dejar de ser en un instante, hacerte el muerto, hasta que un chapoteo cercano, una ola, un reflejo de actividad, una convulsión mínima, algo inesperado y por completo ajeno, te devuelve a la actividad y a la conciencia y te recuperas de ese abandono feliz en el que estabas y todo circula de nuevo como circula la galaxia alrededor de su agujero negro.

    Es un decir lo de abandonarse al agua, como puede ser mecerse en los compases de una ópera, o fundirse en la pantalla del cine o en la acción trepidante de un poemario o en la mística de un reclinatorio o en la energía de una melé en un partido de rugby. Formas de abandono. Dejarse ir en la circunstancia. Modos de fluir con la vida en el quehacer cotidiano. ¿Quién puede estar siempre alerta en la bandera del héroe, en la capa del soldado? La lucha es ese modo de pedir que te cambien los gambones por vieiras, la esperanza de que la luminosidad de los días de mayo no se esconda entre nubes de tormenta ningún sábado, la confianza con la que cruzas cada mañana la calle que te separa del rincón seguro en el que te levantas y te lleva al mareo de tensiones que te terminan machacando la espalda.

    El abandono es un modo extremo de degradación. Ves la casa descarnada de palomas y te llegan los ecos de otros días por las grietas que se abren entre el cemento del patio, por donde suben malas hierbas que irrumpen hacia el cielo, ese cielo que nada alcanza desde el abandono tormentoso de la ausencia. Le pasa a esta tierra que no se abona, que no se conserva en marcha, que se ve envuelta en la sola protesta del doce, de las doce del doce, las ocho del doce, la “cara b” del abandono, esa que muestra el deterioro, la impúdica acción de la inacción, el meteoro fatal de la intemperie.

    Es un decir lo de la ruina, como puede ser ruina en el origen o como puede buscarse el origen en la ruina. Pero sea “en la ruina”, “por la ruina” o “con la ruina”, ese abandono extremo que detectas es a la vez relajación calmada y tozuda degradación, nirvana y coma, éxtasis y deterioro. “No se ve el cielo del torrezno”, dijeron hace poco los sorianos en Alimentaria. No se ve el fondo del abismo en el suelo de León. ¡Y eso que ya dijimos que no hay en el mundo cielo como este!

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