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viernes, 22 de marzo de 2024

Ad infinitum. (En Hoy por Hoy León, 22 de marzo de 2024)

    Me enteré este miércoles de que se investiga a una persona por hacer cortes en el tejo de San Cristóbal de Valdueza. No sé si has estado alguna vez en San Cristóbal, si has tenido la oportunidad de estar en el entorno de este árbol milenario, que te acoge con su serenidad del tiempo que duerme entre sus ramas; si es así, entenderás que te diga que al ver las imágenes de los cortes sentí la agresión como algo propio y, a la vez, mi tendencia insensata a la pregunta me puso en marcha en busca de una explicación: ¿por qué alguien conscientemente puede ser capaz de arrancar trozos de las raíces o de las ramas de un árbol semejante? ¿Aporta algo extraordinario a la cuestión el hecho de que el supuesto agresor sea una persona de Valladolid?

    Se me ocurren varios escenarios: una prueba de amor, que hay veces que se confunde eso que yo sería capaz de hacer para demostrarte mi amor con la estupidez más palmaria; una simple apuesta entre amigotes; un rito de paso para formar parte de una sociedad secreta pucelana —o almeriense, que vaya usted a saber—; un complejo negocio de adornos que se vendieran en una tienda exclusiva —corazones hechos con madera de tejo milenario que se ofreciesen a clientes advertidos junto a colgantes de canino de yacaré albino o pendientes de ámbar con alas de moscas antediluvianas en el interior— ; una obsesión con el mal, una voz que le diga en su interior a la persona que hace esto, que tiene que hacer daño, que tiene que dejar prueba del daño que ha hecho, que hacer sangrar es escapar a la muerte porque la sangre contiene toda la vida.

    Hace poco, al pasar por República Argentina, pude ver en el escaparate de un negocio vacío un anuncio que me conecta con esa parte oscura que descubro en mí. Si hubiera sido una carnicería, una pollería, una casquería, una charcutería, … Hasta si hubiese sido una tienda de ultramarinos o incluso una pastelería o una floristería, habría podido pensar en alguna relación comercial. Pero, no. La tienda estaba vacía y el anuncio me llegó desde ese vacío con un número de teléfono móvil y la frase que me hizo temblar: “necesito carnicero”. Te vas a reír de mí. Vas a decir que estoy fatal y que la cosa no tiene un pase, que es que en algún lugar hay una carnicería que necesita carnicero. Si por lo menos hubiera habido un “se”: “Se necesita carnicero”. “Se necesita carnicero para carnicería”. Todo eso me habría dejado más tranquilo. Pero ahí estaba ese “necesito”, esa urgencia personal y, desde mi punto de vista, para nada comercial.

    Necesito carnicero, necesito agresor de tejos milenarios, necesito sangre en general. Necesito vampiros especializados. El mundo parece siempre el mismo, pero eso es porque no lo miramos con atención, porque todo es siempre diferente. Nos sentimos seguros en nuestro vaivén cotidiano y no nos percatamos de que nos hemos rozado la camisa con quien se ha rozado la camisa con quien se ha rozado la camisa. Y así ad infinitum, o hasta que nos rozamos con el carnicero o con el del tejo milenario.

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