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viernes, 1 de marzo de 2024

Sine die. (En Hoy por Hoy León, 1 de marzo de 2024)

    Ayer estuvimos por Astorga. Una mañana fría y una tarde extraña de ventisca y sol y grises y azules profundos. Por la mañana, en la carretera, en el decorado del cielo se recortaba el Teleno, que enseñaba su melena blanca. Conmigo, hablando de la altitud relativa de las montañas, viajaba en el coche un mallorquín también de melena blanca y desmadejada, como la del Teleno; la melena desmadejada del invierno que va y viene, la melena que podría ser melena de campana si es que me dejas exagerar las cosas; campana que llama a concejo, campana de encuentro, de reunión; en este caso, reunión de maestros, de gente de la escuela. El mallorquín, al frente.

    Estuvimos en Astorga hablando de convivencia en la educación, compartiendo experiencias, “llenando mochilas”, que se dijo. Fue un tiempo amable, esa palabra tan valiosa: quizá la que yo escogería si me preguntaras por la palabra que me llega. Amable, más que amabilidad, porque lo amable, lo digno de amor, lo que vale la pena amar es lo que tienes delante, la realidad que disfrutas. Por el contrario, la amabilidad es solo una hipótesis, una posibilidad o, como mucho, un modo de hacer, no eso que haces. Y lo que haces es lo que importa; por eso elijo lo amable y no tanto la amabilidad.

    Hablábamos de separar las conductas por un lado y las personas por otro, de evitar juicios, nominaciones. Una conducta indeseable o inadecuada no hace de la persona que la realiza una persona indeseable o inadecuada, como realizar un acto amable no le asegura al actor la condición de persona amable. La clave, creo yo, se encuentra en el territorio de la emoción, porque esa es la red que teje nuestra vida y las emociones no admiten juicio, porque son íntimas, privadas, y nos explican en la totalidad de lo que somos, aunque me parece que a menudo no sabemos reconocerlas o no encontramos el modo de hacerlo o no nos queremos permitir ese reconocimiento, porque esa emoción que sentimos va contra algo que no podemos cambiar, algo que nos ha costado construir: el espacio de seguridad en el que vamos acorazando, a medida que pasan los años, el inseguro cascarón íntimo de la verdad de lo que somos.

    Somos emoción. Por eso ese estrés tuyo es también emoción, es “e” de energía y es moción, “acción y efecto de mover o ser movido”, energía que se mueve. El problema de tu estrés es que esa energía que se mueve lo hace siempre en el mismo circuito cerrado que hay en tus tejidos, de manera que es esa tensión la que se te agolpa en la espalda, en la mandíbula, en el malestar absurdo que te abraza sine die. Y vas aplazando la oportunidad de dejar que esa energía se mueva en otros círculos. Es una idea sencilla: si soy emoción, mi emoción tiene que ser emoción compartida. Solo si entiendo el hecho de convivir con una pequeña pausa —“con vivir”— adquiero la dimensión humana que me libera. Vivo en la medida que vivo con los otros, con quienes elijo vivir y con quienes viven conmigo, aunque no sean de mi elección. Y eso vale, sine die, para la escuela.

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