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viernes, 26 de septiembre de 2025
Denunciar. (En Hoy por Hoy León, 26 de septiembre de 2025)
Ayer
estuve declarando, como testigo, en un juicio rápido. Para qué te voy a decir
que hace dos años o así que se practicó la instrucción de lo que se juzgaba y
que el adjetivo rápido… Pues eso: el comentario fácil acerca de la lentitud de
la justicia. Yo creo que la justicia tiene que ser lenta en sus procedimientos,
rigurosa, garantista. Tiene que asegurarse bien de conocer todas las aristas de
lo que se juzga. Entiendo que si, además, contemplamos la falta de recursos, la
enormidad del papeleo y las carencias que los profesionales de la
administración de justicia denuncian, esto de que pasen dos años entre la
instrucción y la vista es hasta un récord de velocidad. Lo que pasa es que,
entre tanto procedimiento, lo juzgado caduca y las personas que esperan que se
produzca una sentencia sienten que esa espera es eterna y se desesperan
sufriendo las penurias que quizá algún día esa sentencia, cuando pueda ser
firme, vendría a aliviar. Quizá cuando ya sea inútil, en algún caso.
Ayer,
te decía, en el pasillo de la tercera planta de los juzgados de León se
mezclaban policías, detenidos, abogados con y sin toga, testigos, acusados,
funcionarios y no sé si hasta obreros de una reforma que se está haciendo entre
sala y sala. Acostumbrado a no ver el mundo, te ves en la obligación de mirar a
la cara a quienes están siendo acusados de un delito y en contra de quienes vas
a declarar en unos minutos. Y los tienes ahí sentados, en el pasillo donde todo
el mundo se hacina; en el banco contiguo preparando su defensa con su abogado.
Y, cuando empieza la vista y estás hablando frente al micrófono de la sala, los
tienes a tu espalda, observando cada inflexión de tu voz, analizando cada
respuesta que das al fiscal y al abogado de la defensa. Es la claridad de la
justicia.
Ayer,
ya ves, cuando volvía al trabajo caminando por Papalaguinda, pensaba en la
frescura del otoño, en el sol del membrillo, en la belleza de la luz entre las
ramas de los castaños de indias. Y me acordé de un anuncio que había visto
incitando a denunciar a los bares que ponen el fútbol de forma pirata. Según la
publicidad, las denuncias podían hacerse de forma sencilla y anónima. Denunciar.
Ese es el verbo. Tan necesario. Tan perverso, si se queda a un paso de la forma
de actuar de la Gestapo. Denunciar, sí. Pero para que se actúe a la luz de la
justicia, aunque sea lenta.
viernes, 19 de septiembre de 2025
Correr. (En Hoy por Hoy León, 18 de septiembre de 2024)
Yo,
que no lo practico, veo en el acto de correr un acto de heroísmo. Bueno, en el
acto de correr por deporte, claro, y no en todos los casos, que hay a quienes
esto de correr les sale fácil y se mueven por los caminos como si no hubieran
hecho otra cosa en su vida. No hablo ya de los deportistas que se dedican de un
modo más o menos profesional a ello y se dejan llevar por la cinta del tartán
con la soltura de un bailarín, sino de esas personas —muchas más mujeres que
hombres, como que a los hombres les costara más—, que te pasan como un silbido mientras
tú te arrastras caminando para lograr el número de pasos de la aplicación del
móvil.
Cuando
hablo de un acto de heroísmo me refiero a esos otros que se ve que no pueden
correr o no saben o les cuesta, pero corren. No les sale fácil, como ocurre con
esas otras gacelas de las que te hablo. Son personas que se ahogan en su
esfuerzo y que se exigen un poco más cada segundo, son héroes del esfuerzo por
sí mismos. No lo digo con admiración, es solo constatar un hecho: hay quienes
corren porque les sale fácil, también estamos los que no corremos y, en un techo
heroico, los que corren porque creen que tienen que correr.
Hace
poco, un hombre de unos setenta años corría delante de mí por la senda de Eras
de Renueva. Corría torcido, agarrotado, tenso. Daba la sensación de que, en
cada zancada, se hacía daño. Pensé que quizá le convendría más caminar, pero
volvió la cabeza y le vi una sonrisa de felicidad que me quitó todas las
razones.
Creo
que, en general, podemos extrapolar la metáfora del corredor para la vida: hay
quienes viven con facilidad una vida de éxito, quienes vivimos a paso tranquilo
la vida que nos llega y quienes heroicamente hacen de su vida, con su esfuerzo,
un ejemplo para los demás. Sinceramente no le doy más valor a un modo de vivir
que a otro. Lo que no veo bien es correr para escapar o correr por obligación,
sin poder decidir qué zancada es la tuya. Y no hablo de la polémica por la red
de calor, que ahí veo que cada uno corre por donde puede.
viernes, 12 de septiembre de 2025
Brillar. (En Hoy por Hoy León, 12 de septiembre de 2025)
La
buganvilia es una trepadora exquisita que dibuja de rosa los muros, las cercas,
las vallas; una trepadora que convierte en luz lo opaco de la separación. Tener
una buganvilia es crear una armonía que desdibuja las líneas de lo prohibido:
el paso prohibido, la entrada prohibida, el acercamiento que se niega. La
buganvilla sabe el camino que conduce a la memoria y al brillo de la tarde de
verano en el pecho escotado de la casa.
Veo
en la tarde ventosa de este León que se despereza hacia el otoño una buganvilla
que se deshoja, que pierde sus flores en la fuerza del viento y deja escapar su
belleza del verano. Hay un trasiego de uniformes de colegio y de plumieres, de
lápices afilados y mochilas nuevas, un olor a libros que se estrenan, virutas
de goma de borrar resbalando por cuadernos recién empezados. Detrás de las
vallas de los colegios, desnudas de buganvilias, se encierra un pedazo de vida
que hasta hace una semana rodaba por las calles y la semana que viene se
encerrarán los adolescentes y dejarán el pulso de la ciudad latiendo al ritmo
de los que quedan fuera de ese empeño de ilusión.
Es
verdad eso que dice en una pegatina que leo casi cada mañana: la educación es
la única fuerza que puede cambiar el mundo. Es algo en lo que creo con firmeza,
que la educación es el arma más poderosa en este universo de miedo que nos
llega desde las fronteras del bienestar diario —fronteras vacías de
buganvilias—, ese afuera inquietante que se construye en el ruido de la
confrontación. Solo la educación puede transformar el mundo. Lo malo es que tengo
la sensación de que esa arma en la que creo se desmorona en manos de quienes la
manejan, como si fuera un tirachinas de goma que solo pudiera servir para hacer
chichones, como si no tuviera dentro de sí el potencial transformador que yo veo.
Ese manejo busca en muchos casos solamente la manipulación de lo que hay en
función de lo que conviene. Pero lo que conviene ¿a quién o a quiénes?, me
pregunto.
Me
preocupa la pérdida de la noción básica de lo que significa educar —acompañar
en el camino, educere; frente al interesado educare, instruir,
formar: de algún modo, ahormar—. Brillar es el verbo de la semana. Alcanzar el
brillo de la buganvilla en el pecho del que aprende.
Arrasar. (En Hoy por Hoy León, 5 de septiembre de 2025)
Debería
hablarte del fuego, de los genocidios, de la muerte de un grupo de migrantes en
la costa de Almería este miércoles. Debería hablarte de la desesperación del
alcalde de Caín que decía este miércoles que los negocios se cierran en su
pueblo y que hay despidos y que las reservas de turistas para septiembre se
están anulando. Debería hablarte de una encina en la que se metieron mis hijos
paseando por Las Médulas para una foto que ya hoy es imposible. Debería
hablarte de los tractores arrancando cortafuegos de urgencia en las afueras de
los pueblos para salvar las casas. Debería hablarte de la desolación de cerrar
la puerta y marchar sin saber qué vas a encontrar cuando vuelvas. Debería
hablarte de todo ese dolor y esa rabia. Debería hablarte de la necesidad de
resolver. Todos. Claro que sí. Todos. Sin saber bien qué significa eso de
resolver entre todos, sin saber bien hacia dónde mirar en esta pesadilla del
treinta, treinta, treinta. Temperaturas por encima de treinta, humedad por
debajo de treinta, viento con velocidad superior a treinta. Y todo lo demás que
es treinta veces treinta: la ambición sin escrúpulos, la falta de medidas y
recursos, la irresponsabilidad. También para la guerra: ambición, abandono, amoralidad.
Fuego, sangre, miedo y frialdad.
Arrasar
es el verbo que me conmueve. Lo arrasado y lo que arrasa, quienes se ven
arrasados y quienes arrasan, el efecto arrasador y la causa arrasante. Causa y
efecto. Conexión necesaria entre una y otro. Y en el proceso, en la mirada del
que observa, la inquietud de la fuerza imparable del efecto devastador de lo
humano como una bomba de relojería que se detona cada segundo sin esperar al
clic del final de la cuenta atrás. Una bomba devastadora que es nuestro modo de
vida, de consumir la vida, de vender la vida, porque ya somos armas en manos de
nuestros propios enemigos, elementos que arrasan lo propio, llamaradas de
inconsciencia que ambicionan queroseno inflamante para arrasar y arrasar y no
dejar nada hermoso en pie y dejar solamente paisajes vacíos de vida, efecto de
la ambición de todos los genocidas que encienden la llama del miedo.
Lejos
de la seguridad de nuestras almohadas, nuestra conciencia arrasa el sentimiento
de culpa y nos libera de todo mal para seguir consumiendo el mundo que nos
toca, para seguir viviendo en una realidad incendiada sin que nada nos toque la
piel.