Debería
hablarte del fuego, de los genocidios, de la muerte de un grupo de migrantes en
la costa de Almería este miércoles. Debería hablarte de la desesperación del
alcalde de Caín que decía este miércoles que los negocios se cierran en su
pueblo y que hay despidos y que las reservas de turistas para septiembre se
están anulando. Debería hablarte de una encina en la que se metieron mis hijos
paseando por Las Médulas para una foto que ya hoy es imposible. Debería
hablarte de los tractores arrancando cortafuegos de urgencia en las afueras de
los pueblos para salvar las casas. Debería hablarte de la desolación de cerrar
la puerta y marchar sin saber qué vas a encontrar cuando vuelvas. Debería
hablarte de todo ese dolor y esa rabia. Debería hablarte de la necesidad de
resolver. Todos. Claro que sí. Todos. Sin saber bien qué significa eso de
resolver entre todos, sin saber bien hacia dónde mirar en esta pesadilla del
treinta, treinta, treinta. Temperaturas por encima de treinta, humedad por
debajo de treinta, viento con velocidad superior a treinta. Y todo lo demás que
es treinta veces treinta: la ambición sin escrúpulos, la falta de medidas y
recursos, la irresponsabilidad. También para la guerra: ambición, abandono, amoralidad.
Fuego, sangre, miedo y frialdad.
Arrasar
es el verbo que me conmueve. Lo arrasado y lo que arrasa, quienes se ven
arrasados y quienes arrasan, el efecto arrasador y la causa arrasante. Causa y
efecto. Conexión necesaria entre una y otro. Y en el proceso, en la mirada del
que observa, la inquietud de la fuerza imparable del efecto devastador de lo
humano como una bomba de relojería que se detona cada segundo sin esperar al
clic del final de la cuenta atrás. Una bomba devastadora que es nuestro modo de
vida, de consumir la vida, de vender la vida, porque ya somos armas en manos de
nuestros propios enemigos, elementos que arrasan lo propio, llamaradas de
inconsciencia que ambicionan queroseno inflamante para arrasar y arrasar y no
dejar nada hermoso en pie y dejar solamente paisajes vacíos de vida, efecto de
la ambición de todos los genocidas que encienden la llama del miedo.
Lejos
de la seguridad de nuestras almohadas, nuestra conciencia arrasa el sentimiento
de culpa y nos libera de todo mal para seguir consumiendo el mundo que nos
toca, para seguir viviendo en una realidad incendiada sin que nada nos toque la
piel.
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