Yo,
que no lo practico, veo en el acto de correr un acto de heroísmo. Bueno, en el
acto de correr por deporte, claro, y no en todos los casos, que hay a quienes
esto de correr les sale fácil y se mueven por los caminos como si no hubieran
hecho otra cosa en su vida. No hablo ya de los deportistas que se dedican de un
modo más o menos profesional a ello y se dejan llevar por la cinta del tartán
con la soltura de un bailarín, sino de esas personas —muchas más mujeres que
hombres, como que a los hombres les costara más—, que te pasan como un silbido mientras
tú te arrastras caminando para lograr el número de pasos de la aplicación del
móvil.
Cuando
hablo de un acto de heroísmo me refiero a esos otros que se ve que no pueden
correr o no saben o les cuesta, pero corren. No les sale fácil, como ocurre con
esas otras gacelas de las que te hablo. Son personas que se ahogan en su
esfuerzo y que se exigen un poco más cada segundo, son héroes del esfuerzo por
sí mismos. No lo digo con admiración, es solo constatar un hecho: hay quienes
corren porque les sale fácil, también estamos los que no corremos y, en un techo
heroico, los que corren porque creen que tienen que correr.
Hace
poco, un hombre de unos setenta años corría delante de mí por la senda de Eras
de Renueva. Corría torcido, agarrotado, tenso. Daba la sensación de que, en
cada zancada, se hacía daño. Pensé que quizá le convendría más caminar, pero
volvió la cabeza y le vi una sonrisa de felicidad que me quitó todas las
razones.
Creo
que, en general, podemos extrapolar la metáfora del corredor para la vida: hay
quienes viven con facilidad una vida de éxito, quienes vivimos a paso tranquilo
la vida que nos llega y quienes heroicamente hacen de su vida, con su esfuerzo,
un ejemplo para los demás. Sinceramente no le doy más valor a un modo de vivir
que a otro. Lo que no veo bien es correr para escapar o correr por obligación,
sin poder decidir qué zancada es la tuya. Y no hablo de la polémica por la red
de calor, que ahí veo que cada uno corre por donde puede.
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