La primera vez que estuve en el Retiro lo hice de la mano de
mi padre. Habíamos entrado por la esquina de Menéndez Pelayo junto a la Plaza
de Mariano de Cavia. En mi recuerdo lejano sé que atravesamos la Rosaleda y en
mi imaginación se dibujan puentes y arroyos, espacios mágicos para el juego, para
el disfrute de otros chicos que tuvieran a su disposición aquel escenario de fantasías
infinitas. Sé que no me solté de su mano, que temía perderme en aquel mar de
senderos y que la seguridad de su presencia era el único modo de avanzar. En
esa parte del parque por la que andábamos, junto a la Avenida Menéndez Pelayo,
estaba la antigua Casa de Fieras del Retiro. Habíamos cruzado tan deprisa los
jardines porque caminábamos hacia allí, hacia aquella verja verde que se abría
a un universo de olores y miradas, colores y aventura. Ya había leído a Emilio
Salgari y a Julio Verne, ya tenía una idea de lo exótico, había visto en
aquella tele de blanco y negro películas de Tarzán y del Oeste, pero era la
primera vez que tenía enfrente de mí un tigre, un león, un oso. Esa Casa de
Fieras, aquel vetusto zoológico, está tomado hoy por los libros. Algunas
dependencias se han transformado en la Biblioteca Pública Municipal Eugenio
Trías y en el paseo que está justo al lado se instala la Feria del Libro de
Madrid.
Ayer me invitó Héctor Escobar a un acto de firma de libros
en la caseta de Editores de Castilla y León para promocionar Déjame decirte qué día es hoy, la novela
que ha publicado en enero de este año la Editorial Eolas. No me preguntes por
qué me vinieron al recuerdo las jaulas de la Casa de Fieras. Los libros, en los
mostradores, esperaban el río de curiosos que caminaba en la placidez de la
tarde calurosa con bolsas en las manos, asomándose a las casetas en las que los
autores firmábamos, mostrando un interés en muchos casos impostado. A mi lado
un joven autor hablaba con sus amigos de tendencias en las redes y planes para
los próximos días. Cada poco se detenía algún curioso y le preguntaba por el
precio de libros que no eran el suyo, confundiéndolo con un dependiente. Él se
debatía entre ser amable o estar a su interés y finalmente intentaba colocar su
producto hablando de Machado o de otros poetas con cierta despreocupación. Sé
que citó a Machado, por Antonio, usando palabras de Manuel y que alguien le
corrigió la cita y respondió con un: “¡Qué más da Manuel o Antonio, Machado al
fin y al cabo!”
Tal vez esa idea de fieras enjauladas sea solo para quienes
se dejaron atrapar. Nosotros, otros autores que andábamos por ahí, todavía nos
movíamos en libertad y entrábamos y salíamos a la jaula de las fieras,
sabedores de que un escritor desconocido no está preso del interés de los
demás. Incluso un Machado puede perder el nombre en este zoológico de las
letras. Pero, en medio de tanta pose, estaba la verdad. Yo la supe después,
cuando reconté los hechos y supe quienes habían estado conmigo. No es que los
que no estuvisteis no contéis, es que los que estuvieron cuentan mucho. Sobre
todo dos jovencitas, una que se escondía en su móvil y en la esquina de la
caseta, que fue de la mano de su padre a visitar esta moderna Casa de Fieras y
otra, la hija de mi amigo Juan, que me ganó con un cacahuete al hablarme de su
gusto por la lectura, de sus intereses, de que hay futuro para el libro.
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