A veces ocurren cosas, y me gusta ese
“cosas” tan indefinido para expresar lo que ocurre, que detienen el transcurso
normal del tiempo. Ralentizan la vida. Es como en las repeticiones de las
jugadas conflictivas de los partidos de fútbol para que se vean en el VAR o ese
modo lento en el que se acerca la cámara del ojo de halcón a la huella virtual
que ha dejado la pelota en los partidos de tenis.
Fíjate que he usado la expresión
“transcurso normal del tiempo” y me cuesta decir que entiendo realmente lo que
eso significa, porque el transcurrir del tiempo ya sabes que tiene distintos
ritmos y no sabría decir si hay un ritmo que sea normal y otros que pudieran
ser extraños. Lo normal y lo extraño son dos categorías imposibles, porque dependen
de una perspectiva que no tiene por qué ser compartida, pero, no obstante, se
entiende bien lo que digo cuando hablo de ese sentir que se para todo, que todo
lo que ocurre lo hace a cámara lenta, como el miércoles cuando Parejo iba a
lanzar el penalti que supuso la eliminación de la Cultural en la Copa a manos
del Valencia. El pez grande se come al chico, me dijeron. Y lo hizo en ese
final agónico, fotograma a fotograma, masticando cada detalle del golpeo y del
vuelo de la pelota, hasta que el balón se hundió en la red sacándola de su
perfecto reposo.
El tiempo se detiene por nuestra idea
acerca de lo que pasa, pero desde el punto de vista de lo que pasa, como si
fuese el acontecimiento el que marca el ritmo de nuestra experiencia. El
penalti lo para todo. La prórroga es media hora que dura una eternidad. Los
cinco últimos minutos son una agonía infinita. El tiempo se extiende más de lo
normal, pero no está en nuestra mano detenerlo, porque el pitido final siempre
llega. Lo que hace que la experiencia del tiempo sea distinta es que esa
“ralentización de la vida” sea fruto de la voluntad propia. Ahí sí entiendo que
hay una vivencia anormal del tiempo, porque lo normal es que lo que nos sucede
nos coloque en el fluir del tiempo y me parece que son pocos quienes adquieren
la maestría de manejar ese flujo con su voluntad. Detener el tiempo para
colocarlo todo. Congelar la vida para entenderla. La imagen que se me viene a
la cabeza es la de ese lanzador que coloca la pelota en la marca de cal que
señala el punto desde el que se lanzará el penalti: está en sus manos todo lo
que va a suceder. Como decía un viejo anuncio de la tele que me parece que
anunciaba película para máquinas fotográficas: “de su bota depende”. Ese es el
asunto, saber que está en tus manos, que es de tu bota de lo que depende. Es
ese punto fatídico del que hablan cuando se trata del máximo castigo.
Y, si
lo piensas, fatídico es premonitorio, que nos habla del fatum, del hado, del destino, de lo que irremisiblemente va a
ocurrir: que el pez grande se coma al chico, que el sol vuelva a salir por el
este, que el árbitro pite el final de tu partido. Ese punto fatídico que tiene
la vida.
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