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viernes, 10 de octubre de 2025
Fallecer. (En Hoy por Hoy León, 10 de octubre de 2025)
En
la Plaza de Regla, en el balcón de la Fundación Sierra Pambley, en una de esas
mañanas de sol que deslumbran las vidrieras de la catedral, hay una pancarta
que nos recuerda que hoy es el Día Mundial de la Salud Mental.
Siento
que no debería decir mucho más. Solo eso, que es el Día Mundial de la Salud
Mental y que ayer, en una mañana preciosa de sol, vi una pancarta que lo
recuerda. Sentí que toda esa belleza de la catedral hacía abstracción del enjambre
de turistas y de abnegados leoneses trabajadores o paseantes. La perfección del
momento escondía todo lo que pudiera arañarme. Pese a todo, una sombra —no
sabría decir de dónde ni por qué— cubría algún rincón inadvertido.
Más
abajo, en la oscuridad de la Plaza de San Martín, un batallón de camiones se
ocupaba del reparto a los bares, mientras la sirena de una alarma —eran las
nueve y media de la mañana— se despertaba a gritos esperando la llegada de la
persona encargada de apagarla. Cajas y cajas de cerveza apiladas en una
carretilla esperaban el momento de entrar en los almacenes con la docilidad
propia de lo inerte, esa docilidad contagiosa a personas y cosas que llegará
cuando el frío esté ya en los cristales de los botellines. Apreté el paso,
dejando atrás la caverna, como en el símil de Platón.
En
el Día Mundial de la Salud Mental, el verbo que se me ha venido a la cabeza es
el verbo “fallecer”; no en el sentido usual de “morir”, sino en el menos usado
de “carecer y necesitar de algo”, porque veo la enfermedad como una carencia y
una necesidad a la vez: carecer y necesitar es lo que nos genera esa falsa
sensación de culpabilidad a los enfermos, una culpa de la que nos debemos
liberar. Sé que va en grados, sé que no a todos nos pasa. Te concedo todas esas
objeciones, pero yo sé que ese “fallecer” culpabiliza y es un poco sentirse
morir, dejarse morir, abandonarse a esa suerte. Lo he visto especialmente en
enfermos depresivos, que encima tienen que soportar que todo el mundo les diga
que se animen, algo que los mata definitivamente. A nadie que le duele una
muela le decimos que se ponga a masticar. El problema de la salud mental es ese,
que nos cuesta reconocer su carencia y su necesidad. No reconocerse en la
enfermedad —física o mental— es fallecer.
Extrañar. (En Hoy por Hoy León, 3 de octubre de 2025)
Hay
un cielo en el que perderse. Cada uno sabe dónde está el suyo. Yo me lo imagino
como un flotar infinito, un deshacerse en nubes sin espuma, un modo de entrar
en lo hondo de lo que verdaderamente quieres. Desaparecer en ese cielo,
perderse en él, es entenderse con el mundo. Extrañar ese cielo duele en las
costuras que esconden la arquitectura material de las cosas.
Paseas
por los Jardines de San Francisco, con el despliegue de camiones de comida
callejera y la música de la fiesta, y miras a la cara a Neptuno y ves en él el
deseo de un cielo de aguas y tritones, un azul de sirenas y sueños de espuma.
La costura material de la alegría está en la espuma de las cervezas y en el
olor de la carne abrasada de buey, porque el pulso de lo terrenal no extraña nada
que no pueda acostarse en el pan de una hamburguesa.
Es
verdad que ese cielo es el mismo de San Isidoro, destapado en mercado medieval
y manos artesanas que hacen pan o pequeñas joyas, o manejan brasas bajo otras
carnes que no necesitan cama o tantas y tantas posibilidades de extrañare en
ese universo inmediato de la vida: pasear, jugar, charlar, entretener, comer… Verbos
impropios de este extrañamiento, este extrañar protagonista de un pensamiento tan
insensato como propiamente extraño.
Y
eso que lo verdaderamente extraño es poder respirar sin ese cielo en el que
conviene perderse, poder continuar con la tarde a pesar de ese chorizo que
vuelve una y otra vez por el esófago recordándote que lo material te envuelve,
que la grasa de las fiestas es un producto ignífugo, que el azúcar de las
golosinas es fuego en el páncreas y que la lona de las carpas es un espejismo
de blancura.
Extrañar
el cielo es olvidarse. Extrañar el suelo, abandonarse. La frontera entre el
olvido y el abandono es muy sutil. Es un riesgo que nunca debe correrse. Por
eso creo que perderse en el cielo es triunfar, porque es el modo de no poder
salir ya nunca de él y, por el contrario, asegurar un suelo en el que pisar es
negarse cualquier camino más allá de lo que se pueda masticar.
Extrañar
lo imposible. Beberse el mar.
viernes, 26 de septiembre de 2025
Denunciar. (En Hoy por Hoy León, 26 de septiembre de 2025)
Ayer
estuve declarando, como testigo, en un juicio rápido. Para qué te voy a decir
que hace dos años o así que se practicó la instrucción de lo que se juzgaba y
que el adjetivo rápido… Pues eso: el comentario fácil acerca de la lentitud de
la justicia. Yo creo que la justicia tiene que ser lenta en sus procedimientos,
rigurosa, garantista. Tiene que asegurarse bien de conocer todas las aristas de
lo que se juzga. Entiendo que si, además, contemplamos la falta de recursos, la
enormidad del papeleo y las carencias que los profesionales de la
administración de justicia denuncian, esto de que pasen dos años entre la
instrucción y la vista es hasta un récord de velocidad. Lo que pasa es que,
entre tanto procedimiento, lo juzgado caduca y las personas que esperan que se
produzca una sentencia sienten que esa espera es eterna y se desesperan
sufriendo las penurias que quizá algún día esa sentencia, cuando pueda ser
firme, vendría a aliviar. Quizá cuando ya sea inútil, en algún caso.
Ayer,
te decía, en el pasillo de la tercera planta de los juzgados de León se
mezclaban policías, detenidos, abogados con y sin toga, testigos, acusados,
funcionarios y no sé si hasta obreros de una reforma que se está haciendo entre
sala y sala. Acostumbrado a no ver el mundo, te ves en la obligación de mirar a
la cara a quienes están siendo acusados de un delito y en contra de quienes vas
a declarar en unos minutos. Y los tienes ahí sentados, en el pasillo donde todo
el mundo se hacina; en el banco contiguo preparando su defensa con su abogado.
Y, cuando empieza la vista y estás hablando frente al micrófono de la sala, los
tienes a tu espalda, observando cada inflexión de tu voz, analizando cada
respuesta que das al fiscal y al abogado de la defensa. Es la claridad de la
justicia.
Ayer,
ya ves, cuando volvía al trabajo caminando por Papalaguinda, pensaba en la
frescura del otoño, en el sol del membrillo, en la belleza de la luz entre las
ramas de los castaños de indias. Y me acordé de un anuncio que había visto
incitando a denunciar a los bares que ponen el fútbol de forma pirata. Según la
publicidad, las denuncias podían hacerse de forma sencilla y anónima. Denunciar.
Ese es el verbo. Tan necesario. Tan perverso, si se queda a un paso de la forma
de actuar de la Gestapo. Denunciar, sí. Pero para que se actúe a la luz de la
justicia, aunque sea lenta.
viernes, 19 de septiembre de 2025
Correr. (En Hoy por Hoy León, 18 de septiembre de 2024)
Yo,
que no lo practico, veo en el acto de correr un acto de heroísmo. Bueno, en el
acto de correr por deporte, claro, y no en todos los casos, que hay a quienes
esto de correr les sale fácil y se mueven por los caminos como si no hubieran
hecho otra cosa en su vida. No hablo ya de los deportistas que se dedican de un
modo más o menos profesional a ello y se dejan llevar por la cinta del tartán
con la soltura de un bailarín, sino de esas personas —muchas más mujeres que
hombres, como que a los hombres les costara más—, que te pasan como un silbido mientras
tú te arrastras caminando para lograr el número de pasos de la aplicación del
móvil.
Cuando
hablo de un acto de heroísmo me refiero a esos otros que se ve que no pueden
correr o no saben o les cuesta, pero corren. No les sale fácil, como ocurre con
esas otras gacelas de las que te hablo. Son personas que se ahogan en su
esfuerzo y que se exigen un poco más cada segundo, son héroes del esfuerzo por
sí mismos. No lo digo con admiración, es solo constatar un hecho: hay quienes
corren porque les sale fácil, también estamos los que no corremos y, en un techo
heroico, los que corren porque creen que tienen que correr.
Hace
poco, un hombre de unos setenta años corría delante de mí por la senda de Eras
de Renueva. Corría torcido, agarrotado, tenso. Daba la sensación de que, en
cada zancada, se hacía daño. Pensé que quizá le convendría más caminar, pero
volvió la cabeza y le vi una sonrisa de felicidad que me quitó todas las
razones.
Creo
que, en general, podemos extrapolar la metáfora del corredor para la vida: hay
quienes viven con facilidad una vida de éxito, quienes vivimos a paso tranquilo
la vida que nos llega y quienes heroicamente hacen de su vida, con su esfuerzo,
un ejemplo para los demás. Sinceramente no le doy más valor a un modo de vivir
que a otro. Lo que no veo bien es correr para escapar o correr por obligación,
sin poder decidir qué zancada es la tuya. Y no hablo de la polémica por la red
de calor, que ahí veo que cada uno corre por donde puede.
viernes, 12 de septiembre de 2025
Brillar. (En Hoy por Hoy León, 12 de septiembre de 2025)
La
buganvilia es una trepadora exquisita que dibuja de rosa los muros, las cercas,
las vallas; una trepadora que convierte en luz lo opaco de la separación. Tener
una buganvilia es crear una armonía que desdibuja las líneas de lo prohibido:
el paso prohibido, la entrada prohibida, el acercamiento que se niega. La
buganvilla sabe el camino que conduce a la memoria y al brillo de la tarde de
verano en el pecho escotado de la casa.
Veo
en la tarde ventosa de este León que se despereza hacia el otoño una buganvilla
que se deshoja, que pierde sus flores en la fuerza del viento y deja escapar su
belleza del verano. Hay un trasiego de uniformes de colegio y de plumieres, de
lápices afilados y mochilas nuevas, un olor a libros que se estrenan, virutas
de goma de borrar resbalando por cuadernos recién empezados. Detrás de las
vallas de los colegios, desnudas de buganvilias, se encierra un pedazo de vida
que hasta hace una semana rodaba por las calles y la semana que viene se
encerrarán los adolescentes y dejarán el pulso de la ciudad latiendo al ritmo
de los que quedan fuera de ese empeño de ilusión.
Es
verdad eso que dice en una pegatina que leo casi cada mañana: la educación es
la única fuerza que puede cambiar el mundo. Es algo en lo que creo con firmeza,
que la educación es el arma más poderosa en este universo de miedo que nos
llega desde las fronteras del bienestar diario —fronteras vacías de
buganvilias—, ese afuera inquietante que se construye en el ruido de la
confrontación. Solo la educación puede transformar el mundo. Lo malo es que tengo
la sensación de que esa arma en la que creo se desmorona en manos de quienes la
manejan, como si fuera un tirachinas de goma que solo pudiera servir para hacer
chichones, como si no tuviera dentro de sí el potencial transformador que yo veo.
Ese manejo busca en muchos casos solamente la manipulación de lo que hay en
función de lo que conviene. Pero lo que conviene ¿a quién o a quiénes?, me
pregunto.
Me
preocupa la pérdida de la noción básica de lo que significa educar —acompañar
en el camino, educere; frente al interesado educare, instruir,
formar: de algún modo, ahormar—. Brillar es el verbo de la semana. Alcanzar el
brillo de la buganvilla en el pecho del que aprende.
Arrasar. (En Hoy por Hoy León, 5 de septiembre de 2025)
Debería
hablarte del fuego, de los genocidios, de la muerte de un grupo de migrantes en
la costa de Almería este miércoles. Debería hablarte de la desesperación del
alcalde de Caín que decía este miércoles que los negocios se cierran en su
pueblo y que hay despidos y que las reservas de turistas para septiembre se
están anulando. Debería hablarte de una encina en la que se metieron mis hijos
paseando por Las Médulas para una foto que ya hoy es imposible. Debería
hablarte de los tractores arrancando cortafuegos de urgencia en las afueras de
los pueblos para salvar las casas. Debería hablarte de la desolación de cerrar
la puerta y marchar sin saber qué vas a encontrar cuando vuelvas. Debería
hablarte de todo ese dolor y esa rabia. Debería hablarte de la necesidad de
resolver. Todos. Claro que sí. Todos. Sin saber bien qué significa eso de
resolver entre todos, sin saber bien hacia dónde mirar en esta pesadilla del
treinta, treinta, treinta. Temperaturas por encima de treinta, humedad por
debajo de treinta, viento con velocidad superior a treinta. Y todo lo demás que
es treinta veces treinta: la ambición sin escrúpulos, la falta de medidas y
recursos, la irresponsabilidad. También para la guerra: ambición, abandono, amoralidad.
Fuego, sangre, miedo y frialdad.
Arrasar
es el verbo que me conmueve. Lo arrasado y lo que arrasa, quienes se ven
arrasados y quienes arrasan, el efecto arrasador y la causa arrasante. Causa y
efecto. Conexión necesaria entre una y otro. Y en el proceso, en la mirada del
que observa, la inquietud de la fuerza imparable del efecto devastador de lo
humano como una bomba de relojería que se detona cada segundo sin esperar al
clic del final de la cuenta atrás. Una bomba devastadora que es nuestro modo de
vida, de consumir la vida, de vender la vida, porque ya somos armas en manos de
nuestros propios enemigos, elementos que arrasan lo propio, llamaradas de
inconsciencia que ambicionan queroseno inflamante para arrasar y arrasar y no
dejar nada hermoso en pie y dejar solamente paisajes vacíos de vida, efecto de
la ambición de todos los genocidas que encienden la llama del miedo.
Lejos
de la seguridad de nuestras almohadas, nuestra conciencia arrasa el sentimiento
de culpa y nos libera de todo mal para seguir consumiendo el mundo que nos
toca, para seguir viviendo en una realidad incendiada sin que nada nos toque la
piel.
viernes, 20 de junio de 2025
Chupas del bote. (En Hoy por Hoy León, 20 de junio de 2025)
El
olor de los tilos me transporta a otro tiempo. Es un impulso que no sé
explicarte, un eco del ayer que me conmueve. Me encanta ese tramo frente al
Colegio Camino del Norte, junto al Bernesga, con el frescor del río y el dulce
de la tila en una mezcla de bienestar y calma a pesar del tráfico y de la prisa
y del impulso que nos lleva en el corazón de los días. Si vas por la zona a ver
los fuegos de San Juan, busca una bocanada de ese aroma que te digo, déjate
atrapar. La memoria del olfato es tan poderosa y excitante que nos desata.
Sería
muy fácil, hablando de olores, decir que hay un olor a podrido que crece con
las famosas conversaciones que hemos ido conociendo desde la semana pasada, esa
peste impúdica de dinero y fiestas, eso que tantos han negado tantas veces y
que ahora se revela casi de forma incontestable: algunos se han dedicado a
chupar del bote al tiempo que se exhibían como salvadores de la patria y de la
moral. Ese olor a podrido no me impide disfrutar del perfume de los tilos de la
ribera del río, porque creo que algo limpio debe quedar al margen de todo eso
que huele mal tanto en la izquierda como en la derecha, porque me niego a creer
que todos son iguales y que todos chupan sencillamente del mismo bote. Me da un
asco enorme la imagen de todas esas bocas arrimadas al mismo bote a la vez o
por turnos.
Pero
eso no justifica las pintadas en la fachada de la sede del PSOE, porque no
todos allí son eso que se dice. Hasta es difícil saber si habrá alguno de los
de aquí que pudiera estar amorrado a ese bote. Por mucho asco que nos produzca
el caso, la descalificación general no resuelve nada. Es verdad que hay que
tomar mucha tila para calmar los nervios viendo todo lo que estamos viendo. Es
verdad que se dice que algunos de los dirigentes de aquí estaba muy cerca de
alguno de los del triángulo tóxico. Es verdad que el aparato del partido puso a
rodar toda su maquinaria en las primarias que denuncia el candidato perdedor.
Todo eso puede que sea verdad, pero no es política. Al menos no es “la
política”. Es otra cosa.
miércoles, 18 de junio de 2025
Liarse a mamporrazos. (En Hoy por Hoy León, 13 de junio de 2025)
Mientras
veíamos el domingo pasado el partido de Alcaraz estuvimos leyendo en las gradas
laterales, en inglés y en francés, una frase que entiendo que se traduce como “la
victoria pertenece a los tenaces”. Es verdad que la tenacidad es una virtud que
conduce al éxito, aunque no siempre. Mira, por ejemplo, lo tenaces que son esos
de la compañía eléctrica que te llaman a las tres de la tarde. En algún caso
conseguirán convencer a alguien, pero no siempre.
Esta
idea de la tenacidad me hace reflexionar sobre algo que se ha impuesto en
nuestras vidas: la consecución de un reto tras otro. Iba a decir challenge,
que es quizá lo correcto, pero me quedo con reto o propósito. Me explico: ya
estamos muchos con el reloj digital en la muñeca y andamos pendientes del
número de pasos, del consumo de calorías, del tiempo de actividad física, de
todos esos detalles que sobre nuestra salud nos muestra la aplicación ya sea en
el reloj o en el teléfono. Y lo asumimos como un reto, una necesidad. “Tengo
que hacer los pasos”. Como esta, la vida de hoy nos impone otras muchas
situaciones en las que competimos, ya sea con otros o con nosotros mismos. Y esa
competencia nos lleva a un estado de alteración que quizá esté alimentado por
las llamaradas solares esas que hemos tenido hace poco o por el tremendo lío de
dimes y diretes en que se ha convertido la política. Algo que tendría que ser
solamente la discusión serena para conseguir el mayor bien público es una
fuente de crispación y corrupción inagotable.
Así
es que no es de extrañar que, en un bar de la zona de San Ignacio, dos
parroquianos en la barra se pusiesen a discutir y casi llegasen a las manos,
mientras la camarera decía en voz baja cuando le preguntaban: “nada, la
política”. Hace un par de semanas, en un bar de Eras de Renueva, en una
discusión, un cliente le abrió una herida en la cabeza a otro de un garrotazo y
hace un par de días dos chicos se peleaban a puñetazos enfrente del mismo bar.
Estos no sé por qué discutían, pero que digo yo que la tenacidad es otra cosa y,
a veces, hay que saber entender al otro y frenar un poco, porque también es
sabido que, en ocasiones, perder es ganar.
sábado, 7 de junio de 2025
Como oro en paño. (En Hoy por Hoy León, 6 de junio de 2025)
Al
pasar por el entorno de la estación de FEVE de León, por esa calle de
urbanización limpia y moderna que se abre al parque y a la zona de juegos, que
regala estampas bucólicas de familias disfrutando de la tarde, cuando se llega
a la estación propiamente dicha uno puede observar el reloj del andén detenido
y no sé si digo detenido el andén o detenido el reloj o detenido todo, hasta la
estampa bucólica de los jardines y unas parejas sentadas en los bancos a la
espera de ningún tren. Todo congelado en el calor de una tarde de primavera.
El
reloj de la estación marca las doce en sus dos esferas. Entiendo que ha sido
voluntariamente colocado en esa hora y que no ha querido el capricho del
destino que haya detenido su marcha en una melancólica medianoche o en un
luminoso mediodía. Al ver las manecillas apretadas contra las doce, algo en mí
también se ha detenido, como buscando un tiempo en el que llegaban los trenes,
un tiempo en el que todo aquello era aparcamiento; uno ya va teniendo memoria
de la ciudad y eso da miedo porque te hace ver lo cerca que pudieran estar esas
manecillas paradas para algo que no fuera el tren.
Y
digo yo que la entrada en el andén del ferrocarril no rompería esa estampa
bucólica, sino que le añadiría un extra de dinamismo, más allá de los columpios
y los juegos infantiles. Las manecillas del reloj no deberían moverse hasta que
circulen los trenes. Deben permanecer en señal de protesta señalando al cielo
para ver si hay algo que se mueve y rompe esta estampa de belleza estática;
pero debe llegar el día en el que por fin se muevan, el momento en el que ese
paseo delicioso desde Álvaro López Núñez hasta la Universidad por el trazado de
la vía estrecha sea un paseo imposible porque el tren de la montaña vuelve a mover
el tiempo en el centro de León.
Es
un reloj precioso. La estación luce hermosísima. Está faltando el tiempo para
que el tren vuelva a movilizar ese hermoso dibujo y conservarlo como oro en
paño porque es identidad leonesa.
sábado, 31 de mayo de 2025
Si te he visto no me acuerdo. (En Hoy por Hoy León 30 de mayo de 2025)
Parece
que ni mesas ni manifestaciones ni nada de nada. La noticia del cierre de la
azucarera de La Bañeza es una marca más en la piel de León, otra herida que nos
dirán que se va a restañar con recolocaciones y con inversiones, como ocurrió
cuando se cerró Veguellina, otra herida que dejará sangrando el tejido
productivo de la provincia, casi exangüe ya de tanta laceración.
Desde
la Junta se esfuerzan en explicar que las subvenciones de dinero público que se
han dado a la empresa no han ido a La Bañeza, sino a Toro y a Miranda que,
curiosamente, son los centros en los que la dueña de la azucarera ha anunciado
que va a mantener actividad. Fíjate que no me vale ese detalle, que pienso que
las subvenciones de la Junta han servido para apoyar la actividad de la empresa
en su conjunto. Pero eso es algo que ya tenemos muy visto: empresas apoyadas
por dinero público que en el primer contratiempo escapan por la gatera con un
gesto inequívoco que dice que si te he visto no me acuerdo.
Y
aquí en León a producir más remolacha que nadie y a llevarla a Toro en la
próxima campaña. Me acuerdo cuando cerraron Veguellina que hablábamos en la
radio de las procesiones de remolques cargados de remolacha, de una especie de mística
de la agricultura y una oyente nos llamó para decir que sí, que todo muy
bonito, pero que también había que hablar de la peste de la melaza. Pues se
acabó esa peste también en La Bañeza. Ahora viene otra. Esa otra peste que no huele,
pero envenena. Y sí. La mayoría de los responsables no lo dirán, pero lo
pensarán para sí: ante tamaña dificultad, si te he visto, no me acuerdo.
Y
la cosa es que el azúcar ha sido un símbolo de bienestar hasta que se ha colado
la idea de que es el mayor veneno que podemos ingerir. No sé si eso será
verdad. Tampoco sé si las condiciones del mercado obligan a la dueña de la
azucarera a recortar de este modo su estructura, pero sí que creo que la
compañía tiene otros intereses que le resultan más rentables. En fin. Como
diría Celia Cruz… ¡Azúcar!
lunes, 26 de mayo de 2025
De tripas corazón. (En Hoy por Hoy León, 23 de mayo de 2025)
Me
decía un amigo muy comprometido con la Feria del Libro de León que la idea de
este año de dedicarla a la gastronomía había sido una buena idea, pero que
quizá esa misma idea había impedido la presencia de más figuras de relumbrón,
autores mediáticos de los que arrastran a la mayoría de los que consumen libros.
Es verdad que la literatura —en general los libros— parece que se estuviera
transformando, como todo, en un producto más en el estante del mercado infinito
y un producto ligado al éxito previo en las redes sociales de quien firma la
obra. Lo decían muy bien hace un par de semanas en el Mitos2.0. Desmontando
la Vida de Hoy por Hoy: «antes los escritores buscaban editoriales
en las que publicar, pero ahora son las editoriales las que buscan personas
famosas que escriban libros». Lo que menos importa es la calidad de la obra:
por encima de todo está la viabilidad del producto.
Así
es que creo que este viraje hacia la gastronomía de la organización de la Feria
del Libro de León es un modo de masticar el fenómeno, algo así como hacer
literalmente de tripas corazón, colocar en las tripas el corazón.
Ya,
ya. Ya sé que me vas a decir que esta tarde vienen pesos pesados y que te da
mucha rabia no poder estar en lo de María Oruña, que el ciclo León en negro
es estupendo y que las iniciativas, las ideas que recorren la programación
abriendo puertas a acciones distintas que la presentación del libro y la firma de
quien lo ha escrito son un hallazgo. Pues es eso que te digo: se trata de hacer
de tripas corazón y recolocar los libros para que no sean solo un objeto de
veneración por la fama de la persona que lo ha escrito. Atrapar la sombra de la
fama, del éxito mediático a través del producto es la idea base del comercio de
la cultura en el mercado de hoy.
Otra
cosa es lo de Espacio Factor y La Casona de San Feliz. Ahí se
mueve un duende que no sé si piensa mucho en productos para el mercado. Me da
que solo ve a las personas y sus obras. Este no hace de tripas corazón, sino
que es impulso, es tripa pura, corazón inmenso.
martes, 20 de mayo de 2025
Como una pera. (En Hoy por Hoy León, 16 de mayo de 2025)
En
una entrega de su Onda Incendiada que me hizo llorar dejó escrito Juanmi
que yo estaría ausente un tiempo y que volvería después de las primeras nieves.
¡Y ya ves cuánta razón! Después de las primeras nieves, solo que mucho después.
Gracias, Juanmi, por todas las palabras tan hermosas con las que hablaste de mí
aquel día.
Supongo
que te lo imaginas, que de algún modo sabes que todo este tiempo de silencio ha
tenido que ver con mi estado de salud. He pasado un bache de esos que te incapacitan.
Hasta el punto de que en buena parte de este tiempo no he tenido fuerzas, no te
digo ya para escribir o trabajar en el ordenador, sino tan siquiera para leer o
ver series en la televisión. Ha sido un tiempo duro. Un tiempo para dejar de
ser a secas y aprender a ser paciente. Dejar de ser uno y ser el paciente de la
233 y dejarse llevar por el vaivén del tren de Cercanías arañando la ventana,
una luz roja que se pierde en el cielo; cerrar los ojos y esperar
pacientemente, dejarse hacer, abandonarse. Ser paciente una y otra vez. En las
máquinas, en los exámenes, con las agujas. Dejarse hacer con paciencia.
Mantener activa la convicción de la sanación. Y poner el foco solo en eso. Eso
es lo que he hecho, abandonarme a mi propia sanación, sin dejar ni un resquicio
para ninguna otra cosa. Por eso tuve que dejar de escribir.
No
me gusta hablar del cáncer en términos de batalla o de disputa deportiva. Ganar
o perder no son términos correctos. Eso queda para la Cultural mañana en el
Toralín. Yo he vivido esta experiencia como una más de las que he tenido que
vivir en mi vida y he querido integrarla en mi propio crecimiento para sentirme
tan sano como una pera. A pesar de que todavía no estoy al cien por cien, que
mi recuperación es lenta, que la sombra de la recaída está siempre en el umbral
de la puerta —a pesar de todas esas minucias— me siento fuerte como un roble,
como me sentí en la UCI cuando tenía colgados de los brazos más artilugios que
un árbol de navidad. Con la convicción paciente de la sanación. No es una
pelea, no es una competición. Es la vida que te obliga a parar y darte cuenta.